1º CICLO DE ÉPOCA DEL CLUB DE LA MANZANA

LA GRAN DEPRESIÓN AMERICANA

LECTURAS

17 de enero: De ratones y hombres de John Steinbeck
El Villorio de William Faulkner
¿Acaso no matan a los caballos? de Horace Mc Coy


Club Social de Aljarasol en Mairena del Aljarafe, Avda. de la Constitución a las 19:00.

viernes, 24 de diciembre de 2010

REFLEXIONES DE UN MONAGUILLO de Raúl Cimadevilla

ESCRITO POR NUESTRO COMPAÑERO RAÚL CIMADEVILLA


A veces me pregunto cuándo empezó este dios de ahora y qué habrá sido del otro. Porque vamos a ver; a éste le podré reconocer algunas virtudes: es bastante amplio, pacífico, sosegado, comprensivo y hasta se lo ve capaz de asimilar los veloces cambios de los tiempos que corren. Como un abuelo que trata de ser moderno, de no desentonar demasiado, por decir así. El otro –el viejo- era un dios terrible, iracundo, vengativo y malhumorado. Un dios más... más bíblico, más Cinemascope. Un verdadero Charlton Heston en todo su esplendor divino.
¿O será el mismo dios, que maduró? Tiempo tuvo, la verdad...

Si es por mí, gracias... para no creer, para sentirme ateo por una causa que valga la pena,  prefiero aquel, tan creativo, impredecible, marchoso, e inspirado. Tan amigo de los grandes montajes. Este otro (ya sea que efectivamente es otro, o el mismo que ha cambiado) es, qué sé yo... tan blandito y se lo ve tan confundido, pobre! Lleva ese look desamparado, como un jefe de sección al que las cosas se le han ido de las manos; de veras da penita... Me parece que en ocasiones se queda así, como perplejo, sin saber a  qué atinar frente a tanto estropicio. Como si no supiera qué tiene que hacer o cómo reaccionar. Como... como cansado. Como alguien desilusionado, sentado con la cabeza entre las manos  ante una obra que fracasó. Que salió mal. Que ya no tiene arreglo.

Y yo lo entiendo, eh? No debe ser fácil. Pero convengamos que hay como una falta de carácter. Eso, que al otro le sobraba.

Porque mira si aquel  -digo, el viejo-, el de Sodoma y Gomorra, tan violento y pocas pulgas como era, o el que le tocó a Noé, de resoluciones crudas y sin vueltas, iba a aguantar tanto desmadre, tanto follón y tanto dislate callado la boca... ¡venga hombre! Ni de coña.

El viejo, para verlo en acción mientras te comías tus palomitas de maíz, no estaba nada mal. Tenía un innato sentido del espectáculo. Después de todo, los trillones de animalitos ahogados en el diluvio fue, convengamos, un enorme esfuerzo de producción. ¿Que fue un abuso de poder? Vale. ¿Que se fue un poco al carajo con la idea? De acuerdo. Quizás no hacía falta tanta matanza ni tanta agua. Pero impresionante fue, no se puede negar.

Bien es cierto que al bíblico, al primero, quiero decir, las cosas se le daban mejor servidas. En primer lugar, porque la crítica era escasa o nula. Los humanos no eran muchos y en general estaban o se los veía bastante asustados. Lo deduzco, a juzgar por los grabados y las estampas. Se ve que las cosas no pintaban muy bien para los que se alejaban un poco del poder divino.

Además  -otra ventaja innegable-: no tenía competencia. Hoy sobran dioses, ídolos, símbolos, grandes maestros, iluminados y guías espirituales de todas las tallas y colores.

Hay otra cosa: no sé si por razones de menor presupuesto o de una distribución de recursos menos favorable a las actividades sagradas y celestiales, pero lo cierto es que los ángeles casi han desaparecido. NOTA: he intercalado un modesto casi en homenaje a cierta dependienta del Corte Inglés de la que me estoy acordando en este momento, pero de cuyos gloriosos atributos no me voy a ocupar ahora. Me distraería demasiado... En todo caso, no es de este mundo ni afín a estas reflexiones.

Pero digo: antes había enormes ejércitos de ángeles. Tal vez entonces hubiera una especie de mili angelical obligatoria y hoy, tal como está el patio, no.
Lo cierto es que cientos de rubicundos y vigorosos alados con hermosos rostros de yo-no-fuí iban y venían entre el cielo y la tierra; entre Él y los hombres. Y no quiero ser injusto, cayendo en la simplicidad de creer que a falta de internet, la mano de obra angelical era la única forma de mover el nutrido flujo de mandamientos, anuncios, maldiciones, bendiciones, amenazas, milagros, dones y sueños premonitorios que manaban del sagrado despacho (por llamarlo de alguna manera). Creo adivinar, escondida entre los pliegues de tanta túnica y de tanto velo, entre tanta nube y tanto trueno, una sólida vocación por la cosa bien hecha; por el trabajo hecho a mano, por la cosa a pulmón. Tiene su mérito, no?

¿Quién, qué hijo de dios de aquellas pretéritas épocas, aún con derecho a quejarse por muchas cosas, porque desgracias siempre hubo y más en ese entonces, se quedó sin ver aunque sea una sola vez en su vida, un triste ángel? No digamos un arcángel, que pasaríamos a palabras mayores, ni a parientes directos del gran jefe. Digo eso: un triste ángel. Cualquiera los veía; es así. Y ¡joder!, era todo un detalle, no? Con sus blancas alas emplumadas y su púdico taparrabos sutilmente sostenido por el oportuno golpe de viento tan a propósito para la foto... Es más: no fueron pocos los elegidos que disfrutaron de frecuentes visitas angelicales, incluso de charlas y revelaciones. Más aún; a veces, hasta imprudentes visitas, dada la hora. Porque, sinceramente... que te caiga en mitad de la noche un mensajero de quien ya sabes, atontado como estaba el pobre pastor, o el labriego, o el centurión, sumido en el sopor hepático  tras la ingesta de varios trozos de carne de cordero aliñados con mirra y sabe dios qué otras porquerías propias de la nouvelle cuissine medioriental, y unos largos cálices de vino nuevo guardado en odres viejos....  desde luego..!

Y ¡cuidado!, que encima le dejaban “tarea para el hogar”. Porque al dicho mensajero de dios había  que interpretarlo. No te creas que venia con textos fáciles! Eran memorándumes dictados por el de arriba...Y ya sabemos que siempre tuvo un estilo bastante barroco y un poquitín hermético. Ganas de complicar las cosas, bah.

Ah! Y... un momento! Que además, faltaba que los demás le creyeran al pobre tipo sus visiones y mensajes. Era más sencillo creer que a Josué el tinto le caía demasiado mal, que aceptarlo como portavoz de dios, iluminado por la nocturna visita de un ángel. Párate a pensar qué pasaría si mañana viene José Pepe Hernández, el de Facturación y Archivo, y te dice que recibió la visita de un enviado de dios, y que tenemos que salir todos pitando para Egipto.

Hoy todo eso es historia. Ni eso: leyenda. Dichos. Tradición borrosa y poco creíble. Algunos rollos rescatados en pésimo estado a orillas del Mar Muerto y poco más. Y un dios aburrido, desconcertado, incrédulo y triste.

A mi se me parte el alma. Quisiera verlo sonreír, animarse, creer de nuevo en él. Eso estaría bien. Y rearmar sus huestes de fuego y recomponer su divino entusiasmo; y embarcarse en empresas como aquellas, tan coloridas, y tan llenas de pasión y de coraje celestial.

Sería temible aquel dios, me imagino; pero me gustaba su ira, su mala leche colosal y eterna. Era un mal humor creador, sagrado. Un portentoso Dalí revoleando pinceles; un temible y furioso Miguel Ángel enloquecido en la borrachera de parir un universo infinito. Hay que tener mucho coraje para no creer en él. En cambio a éste, del que sospecho que a veces ni está en su silla y nadie sabe por dónde se mete, con olvidarlo me basta. Lo siento.

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